Bien de Interés Cultural
Las primeras referencias documentales sobre flamenco como género musical las encontramos en la prensa madrileña a mediados del siglo XIX. Desde entonces, las posibilidades que ha ofrecido la capital a los artistas del género y la aceptación por parte del heterogéneo y multicultural público madrileño, han permitido su evolución y valoración y han generado un sentimiento de pertenencia en muchos de ellos.
En teatros, cafés cantantes, colmaos, peñas, tablaos o academias de baile, el artista flamenco ha podido hacer uso de su libertad creativa, mostrando al público sus creaciones, tradicionales o contemporáneas, desde los caracoles de Antonio Chacón de finales del XIX, al Sonido Caño Roto de los años setenta, la voz de Camarón durante la movida madrileña o los jóvenes flamencos con Ketama proclamando su famoso «Vente pa´ Madrid» en los años 90.
El flamenco, por tanto, hunde sus raíces en tradiciones y expresiones orales, usos sociales y actos festivos que lo sitúan como un bien inmaterial de indudable valor y arraigo histórico documentado en la Comunidad de Madrid, lo que ha supuesto su declaración como Bien de Interés Cultural.
Contexto histórico
De la presencia del baile preflamenco en las calles de la villa madrileña ya nos hablan las fuentes literarias del siglo XVII, como La Gitanilla, de Cervantes, que narraba los corros callejeros de baile en las calles de la villa madrileña.
La ciudad convertida en Corte se alimentó del encanto artístico de todas las regiones, especialmente de Andalucía. De allí provenían muchos de los sones mestizos del Siglo de Oro, como la zarabanda, inseparable de la guitarra y las castañuelas. Un siglo más tarde, las artes y la aristocracia seguían tentadas por bailes genuinamente populares, íntimamente unidos a la vida madrileña, a la andaluza y la española en general.
En el Madrid del siglo XVIII, poblado de gentes venidas de todas las partes del territorio español, seguidillas, fandangos y tonadillas animaban fiestas y reuniones y en a los teatros acudían las mejores tonadilleras y cómicas de Andalucía cuyo arte conectó rápidamente con el sector menos favorecido de la sociedad madrileña. Los nuevos bailes exigieron también cambios en la música, que incorporó nuevos cantes, como la caña, y ritmos de guitarra de un estilo más serio y melancólico, que se introdujeron en la vida nocturna de Madrid y en su programación de recitales y conciertos.
La primera vez que el término «flamenco» fue empleado para distinguir a un intérprete de este nuevo estilo en la prensa española fue en Madrid, en el número 249 de El Espectador, el 6 de junio de 1847. La crónica, titulada «Un cantante flamenco», se refiere al «célebre cantante del género gitano Lázaro Quintana» y a su compañera Dolores la gitanilla, que interpretaron «sentidas canciones flamencas». La primera referencia a la música flamenca la encontramos en este caso en el diario La Nación, en su edición del 18 de febrero de 1853.
El flamenco se representaba en fiestas, salones particulares y teatros. En la segunda mitad del siglo XIX la élite cultural consideró este género indigno de las salas teatrales, lo que propició su incursión en el ambiente de los cafés cantantes, como el San Fernando, el café de Marte, que proliferaban en Madrid. En ellos, como sucedía en Andalucía, el protagonismo del flamenco aumentó exponencialmente.
En los cafés cantantes se profesionalizó la figura del bailaor y bailaora, como la Niña de los Peines, que debutó en el Café Brillante, así como la técnica guitarrística adecuada para su acompañamiento, con figuras destacadas como Ramón Montoya.